El pastor y el caminar de los pueblos. A propósito del regreso de Correa
Hace unos días se ha anunciado el regreso
de Correa desde su autoexilio. Dicen, para poner orden entre sus seguidores
(AP), al puro estilo de un jefe, un patrón, un gamonal, un mesías blanco y de
ojos verdes, llamado a salvar su partido y, por su puesto, su patria (altiva y
soberana), el país de las garras de la "restauración conservadora",
de la "derecha".
A parte de los conocidos temas de la
llamada "mesa servida", una de las mayores herencias que el correismo
ha dejado en la cultura política del país, no tan discernible a simple vista,
es la idea de la política centrada en el caudillo, en la figura mesiánica del
líder indiscutible. Y como bien sabemos, en la última década, la política del
caudillo que guía, ahora si literalmente, a su rebaño, se materializó en la
política desde el estado-gobierno como el principio y fin de la transformación
social. Subordinó a su acción y proyecto, las fuerzas sociales que, a pesar de
las múltiples debilidades, lucharon por aprovechar un momento histórico de
cambio profundo abierto por sus propias luchas, por su propio proceso
organizativo. En su lugar el correismo desdeñó el poder social de las
organizaciones y de los sectores populares, que pudieran haber
empujado a una transformación profunda.
Cuando uno ve a los seguidores acérrimos
del caudillo clamar por su regreso, se da cuenta de lo enraizada que está en
nosotros una forma de política que se funda en el caudillo, en el
salvador, en la delegación de nuestro poder a una persona para que nos cambie
la vida, como si no fuéramos capaces por nosotros mismos de cambiar las cosas.
Es pues una forma de política, que en la profundidad, niega la sujetidad
política: nuestra capacidad humana de determinar el proceso histórico de la comunidad,
de definir colectivamente nuestros propios proyectos de sociedad (Bolívar
Echeverría). En lugar de fortalecer esa capacidad de las organizaciones
(incluso al interior de AP), el correismo ha atacado larga y profundamente a
las organizaciones que desde su autodeterminación no se igualaron al accionar
del Estado.
Rita Segato decía, hablando sobre el papel
del estado con respecto a los derechos de los pueblos indígenas, que la
institución estatal debería actuar como garante para que los pueblos puedan
reconstruir sus tejidos sociales y sus proyectos históricos propios. Nada, o
muy poco hizo el estado correista por devolver el poder a la sociedad
organizada, u organizar a la sociedad en dirección de una transformación
radical. Entendió más bien que el cambio se hace sólo desde arriba, y en el extremo
desde la palabra del líder mesiánico salva patria.
No es tampoco una gran sorpresa esta forma
de política, si recordamos a un Velasco Ibarra, a un Abdalá Bucaram, o los
llamados de ciertas personas a la necesidad de una "mano dura que ponga
orden en la sociedad". Parece bien enraizada esa forma de ver y vivir la
política, o más bien lo político en la sociedad ecuatoriana. Es producto de una
forma en que la sociedad ha constituido su proyecto, no desde sus propias
fuerzas y debilidades, sino siempre desde la delegación incontrolada de su
poder social, más o menos diciendo cómodamente "que lo arreglen otros por
mi". Una forma de ver la política enraizada en el credo cristiano de un salvador y en la forma delegativa liberal.
Las épocas de crisis abren posibilidades de
generar momentos constitutivos que instauren otros horizontes políticos para
las sociedades. Indudablemente 2006 fue uno de esos una oportunidad histórica
para abrir y subvertir a la par las condiciones materiales de
existencia, y también las formas de ver el mundo, la política, el sentido del
estado y de la organización. Si nos inclinamos a decir que la sociedad
ecuatoriana se politizó, habría que decir que lo hizo de una forma populista y
centrada en el caudillo y en el estado-centrismo.
Mientras esto sucede allá en los Andes, los
pueblos indígenas de México agrupados en el CNI (Congreso Nacional Indígena)
han decidido llevar adelante un recorrido por todo el país presentando a su pre-candidata a las elecciones de 2018. Para esto
conformaron el CIG (Consejo Indígena de Gobierno), y nombraron a una vocera:
una mujer humilde, indígena nahuatl, morena (como el color de millones de personas que habitamos Abya Yala) llamada comúnmente Marichuy. Desde hace unos meses vienen
recorriendo distintos lugares, pueblitos, organizaciones, colectivos,
"haciendo conversaciones con la gente de abajo". Pero la idea no ha
sido llegar a pedir votos por el CIG, ni mucho menos por la vocera, ni llegar
con discursos mesiánicos de salvación exterior. Más bien, lo que el CIG y su
vocera Marichuy llaman una y otra vez es a auto-organizarse. "No traemos la
salvación a sus comunidades, sino problemas" han dicho, para indicar que
la política no es cuestión de seguir a líderes, ni delegar nuestro poder a unas
pocas personas para que ellos hagan lo que quieran en nuestro nombre. El
llamado es a hacerse cargo colectivamente de los problemas (que vienen desde el
estado, el capital y las élites) y sobretodo a organizarse y luchar entre todos
por un mundo mejor, ya que las élites políticas no lo van a hacer por los pueblos.
Que lejos está un Correa y un AP de una CIG
y una Marichuy. Que abismo se abre entre, un caudillo y sus seguidores, y un
proceso colectivo desde abajo. Si en Ecuador los correistas acérrimos claman
por el "líder de la revolución", en México hay un consejo y una vocera
que solamente llevan la voz de lo conversado colectivamente. Mientras el primero
llegará en su recorrido (que se anunciado según la prensa) a dar discursos
altisonantes, "revolucionarios", a vociferar contra los que no están
con él y su fracción política, los indígenas mexicanos llegan en sus reuniones y encuentros a escuchar
a las comunidades, los problemas de la gente, y a conversar y buscar estrategias de organizarse para luchar.
Puede ser que las diferencias históricas y
sociales entre Ecuador y México sean grandes, que hayan errores estratégicos o
que sea ilusorio organizar a la gente y buscar la transformación sólo desde
abajo. Pero una cosa, a pesar de ello, es clara. Y hemos aprendido en nuestras
comunidades campesinas e indígenas, en los barrios populares de las ciudades, en
nuestras luchas y levantamientos: una transformación radical no se hace sólo de
la mano del estado, por más buenas intenciones que tenga. Es necesario asumir
desde las organizaciones y desde los pueblos el trabajo y el camino de la
transformación social. Esto no significa que debamos dar la espalda al estado,
ni alejarnos de la lucha por el control de una forma de poder en la sociedad,
sino que pongamos en el centro nuestros propio poder. De tal forma que un
cambio sea desde los pueblos, donde el estado funcione solamente como una
herramienta que permita la expansión y profundización de la lucha, y no su guía
o peor su límite. Lo ilusorio es pensar que sólo desde el poder del estado, y
peor del caudillo, se hace una revolución. Desde diferentes lugares y tiempos
en la historia de las revoluciones en donde se ha abierto la posibilidad,
aunque sea mínima, de emancipación social del capital, se ha hecho claro que
son fundamentales los pueblos organizados, que es necesaria una subjetividad
radicalmente diferente a la instaurada por el capital y liberalismo.
Mientras el pastor regresa a poner orden en su rebaño, miles de pueblos indígenas a lo largo de nuestra Abya Yala luchan diaria y conjuntamente para avanzar y luchar juntos contra la barbarie que se viene de la mano del capitalismo más salvaje que ha conocido la humanidad.
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