El fetiche de la identidad y la ancestralidad
Por
Inti Cartuche Vacacela
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Uno de los conceptos más
manoseados para un sin fin de cosas es la noción de “identidad”.
Palabra nacida dentro del marco de la antropología, para designar
unas ciertas características que diferencias grupos y poblaciones
sociales con respecto a otros, para diferenciar aspectos relacionados
al género, entre otras cosas. De todas formas la idea de “identidad”
pronto escapó a los márgenes de las ciencias sociales para
colocarse dentro de los discursos cotidianos y políticos, y a la
larga se puso de moda –al menos en muchos países de
Latinoamérica–.
Así, a partir del auge de los movimientos
indígenas del continente, se empezó a hablar de la identidad como
una noción central para entender los procesos sociales y políticos
que estaban llevando a cabo los pueblos indígenas. En cierto
sentido, la noción de identidad reemplazó, o dicho de otra forma,
movió el foco de atención del poder, del estado y la sociedad,
desde las exigencias por transformaciones políticas –puestos sobre
la mesa por las movilizaciones indígenas– hacia la cuestión de la
cultura y la identidad. Esto significó en muchos casos que las
cuestiones centrales de la problemática de los pueblos indígenas
–control de la riqueza y autogobierno en el marco de una lucha
contra el estado y el capitalismo– quedaron reducidas a una
cuestión problemas de identidad o culturales.
La noción de identidad pasó a ser el
centro de los discursos políticos para entender o abordar el
cuestionamiento que significaban las movilizaciones indígenas del
fines del siglo pasado. No solamente desde el estado y sus
instituciones, sino también desde la sociedad –en la que incluimos
a los mismos pueblos indígenas– empezaron a usar la identidad como
marco privilegiado de entender la realidad y la política indígena.
Esta noción tendió a opacar y muchas veces olvidar los objetivos
iniciales de disputa de poder y de control de la riqueza social
(territorios y trabajo) por la que se luchaba. A pesar de que, la
cuestión cultural y la misma identidad, son problemas que se tomaban
en cuenta, nunca fueron pensadas como aisladas de los problemas
estructurales del estado y la sociedad.
Pero la cuestión no quedó ahí. La identidad
–indígena sobretodo- empezó a pensarse como algo que no tiene
nada que ver con otras dimensiones de la vida social de las personas
o grupos. Se aceptó que la identidad no tiene nada que ver con la
forma en cómo producimos socialmente la vida por medio del trabajo y
del medio natural dónde se desarrolla, es decir como si no fuera un
fenómeno histórico y social.
La identidad entonces se volvió una cosa, un
objeto, un fetiche al que hay que rendir culto y además cuidarlo
para que no se vaya contaminar con cosas externas o ajenas. La
identidad indígena, desde los discursos del poder que se han
asimilado fácilmente, se ha convertido en una camisa de fuerza para
entender los procesos históricos y sociales de la poblaciones
indígenas. Es decir, marcando un deber ser, una normatividad rígida
en donde se pretende hacer encajar a la fuerza las múltiples y
complejas acciones sociales de los pueblos indígenas.
Una de las consecuencias más visibles de asumir
el fetiche de la identidad ha sido justamente separar procesos
sociales interrelacionados como el Estado, las transformaciones del
capitalismo en el campo, el mestizaje, etc. Es decir, pensar por
fuera y más allá del resto de fenómenos que indudablemente
atraviesan y complejizan la idea de identidad.
Otro efecto de pensar la identidad como fetiche es
la de pensar que los pueblos indígenas se han desarrollado
históricamente por fuera del contacto de la sociedad moderna,
capitalista, estatal y en paralelo al resto de población.
Indudablemente, los pueblos indígenas disponemos de ciertas
peculiaridades que nos diferencian del resto de la población, pero
hay que ser claros, nunca totalmente. Y mucho menos ahora que los
cambios profundos que se han dado en el campo, en los estados, la
penetración del capitalismo en la vida misma de las comunidades. La
identidad indígena no es un objeto, es un proceso social vivo. Y si
miramos la historia misma podemos darnos cuenta de que lo que somos
ahora, no se puede entender sin los complejos y contradictorios
tejidos de historias y procesos sociales con otros pueblos, con el
Estado y con el capital.
Es necesario entender la identidad como algo
móvil, poroso, contradictorio, múltiple y maleable, como un proceso
de tejido continuamente realizado. Hay que abandonar la noción de
identidad de museo que se quiere imponer desde el poder a los
pueblos, y que muchas veces terminamos asumiendo sin mayor crítica.
2
Junto a la noción fetichizada de identidad, ha
aparecido también la idea de “ancestralidad” como una yapita
para que no quede duda de que la identidad indígena no ha cambiado,
y está volando por encima del camino de la historia.
La “identidad ancestral” no existe como un
continuo inalterable desde una época antigua hasta la actualidad. La
noción de “ancestralidad” es una concepción lineal y
progresista de la historia propia de la modernidad europea, a la cual
pretende cuestionar sin saber que es producto de ella misma. Lo que
si existe es un legado histórico cultural que puede pervivir, o
desaparecer, transformarse en el tiempo-espacio, es decir lo que si
existe son nuestras identidades y pueblos transformándose
continuamente bajo la presión de la colonia, de los estados nación,
del capitalismo, y también por nuestras propias luchas como pueblos.
Pensar “lo ancestral” de una forma
fundamentalista, nos saca de la historia, del presente y de la
posibilidad de determinar un futuro. Lo ancestral entendido como una
identidad invariable en el tiempo simplemente nos transforma de
sujetos en objetos, en piezas de museo. Nos lleva a pensarnos como
objetos y no como sujetos de la historia.
Los seres humanos al vivir en comunidad o en
sociedad construimos un poder social, una capacidad de determinar
nuestra vida en comunidad y en relación a la naturaleza. Esa
capacidad es nuestra potencia política, el ushay y el
pushay en kichwa. Es justamente esta capacidad, esta
sujetidad la que nos quitamos cuando pensamos nuestra identidad y
nuestros pueblos desde la “ancestralidad” fundamentalista. Al
contrario, esa potencia política –el ushay o el pushay–
nos ha permitido sobrevivir hasta ahora como pueblos, no la
“ancestralidad”. Incluso desde la misma concepción kichwa del
término ñawpa no existe la “ancestralidad” sino como
un continuo proceso dialéctico entre el pasado “ñawpa –
tiempo” y el futuro “ñawpa – adelante” que se
construye en el presente (kay pacha). La idea
kichwa ñawpa del devenir del tiempo-espacio no parte de un
pasado que se va superando de forma progresista hacia un futuro. El
devenir del tiempo-espacio no es la pervivencia invariable de lo
ancestral, sino la continua transformación dialéctica del pasado en
el presente.
La “ancestralidad” es una nueva forma de
colonización de nuestros pueblos e identidades. En tiempo de la
colonia se nos consideraba “pueblos sin historia”, pueblos que
supuestamente nos habíamos quedado congelados en el tiempo y por
fuera de la civilización humana, rezagos de humanidad nos
consideraban los colonizadores. Y desde ese discurso colonizador se
nos consideró inferiores y por tanto posibles de explotar y dominar,
de eliminar en muchos casos.
En la actualidad, el capitalismo ha forjado nuevas
ideologías para explotar-dominar a los pueblos. Uno de ellos es el
multiculturalismo, que a diferencia de las épocas coloniales
considera que “es bueno (para los negocios) respetar a las culturas
diferentes”, que hay derecho de que existan pueblos diferentes al
europeo moderno, siempre y cuando no cuestionen o pretendan
transformar la explotación capitalista. La ideología de la
ancestralidad, como una variante del multiculturalismo capitalista,
nos vuelve nuevamente a la época de la colonia. Bajo el manto de una
supuesta invariabilidad de nuestras identidades y pueblos nos
convierte en “pueblos sin historia”. En la época actual, “es
bueno respetar la ancestralidad de los indígenas” porque es bueno
para los negocios, pues como piezas de museo se pueden consumir en
los supermercados modernos de las identidades.
La identidad indígena entonces debe reconocerse
no en su ancestralidad sino en su contemporaneidad, es decir, en un
proceso vivo, que se modifica, se supera en el presente
continuamente, en su historicidad. El capitalismo quiere que seamos
objetos sujetados a los objetivos de la acumulación, no quiere que
seamos sujetos de la historia, los objetos no se liberan, los sujetos
si.
La idea de ancestralidad nos idealiza, y al
hacerlo nos nos deja ver nuestros errores y contradicciones a partir
de las cuales aprender y actuar. No se trata de satanizar ni de
idealizar. Nuestras identidades y culturas, como construcciones
históricas, han servido para hacer frente a las diferentes
dimensiones de la dominación que se nos han sido impuestas desde la
conquista, por poner un ejemplo el ethos comunitario ha permitido
desarrollar organizaciones, hacer propuestas políticas y la lucha
concreta al capitalismo. Sin embargo, hay que indicar que cuando
optamos por el fundamentalismo de la identidad, como la
ancestralidad, lejos de ser un apoyo a la lucha por nuestra
liberación como pueblos, sostenemos nuevas formas de colonización y
dominación ya que reduce la lucha solo a la cuestión cultural
identitaria. Situarnos allí nos separa de otros sectores sociales
con quienes compartimos similares condiciones y con quienes podemos y
necesitamos hacer frente al sistema actual.
Para cerrar, nuestras mamas y taytas,
no ancestrales, sino históricos, tuvieron la lucidez de situar
adecuadamente la cultura y la identidad en la lucha por la liberación
de los pueblos: “Mirar con ambos ojos, como indios, pero
también como pobres”. Nuestra identidad, nuestra cultura,
como construcciones históricas y concretas, debe servirnos para
alumbrar caminos de emancipación como runas en los dos
sentidos del término kichwa: como pueblos indígenas, pero también
como seres humanos. Al hacerlo así nuestras luchas no solamente son
desde y para los pueblos indígenas, sino que en el fondo también
son desde y para todos los pueblos del mundo sometidos a la
explotación y dominación del capitalismo. Creo que tomando en
cuenta ese legado histórico (no ancestral) podemos en verdad honrar
y dar continuidad a la lucha de nuestros taytas y mamas.
Se trata entonces de “encender en la historia la chispa de la
esperanza”, que nuestro pasado sirva para construir una sociedad
libre y más justa.
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